Crónicas colombovenezolanas – Barú
Barú es una península ubicada al sur de Cartagena. Al igual que otras zonas del Caribe, su belleza es inenarrable, completamente indescriptible, muy por encima de las capacidades del lenguaje escrito. Así de insuficientes son las palabras y así de fantásticos son nuestros paisajes.
Eduardo Parra Istúriz
Como les había dicho en la entrega anterior, desde temprano había acordado ir a un paseo de playa y, tras una caminata ligera, me encontraba sentado en el asiento más profundo de un autobús pequeño, quedando al lado mío dos chicas muy jóvenes y bellísimas que luego supe que eran chilenas y, delante de mí, una mujer un poco mayor que yo y que tenía pinta de ser nórdica, aunque muy quemada por el sol.
La nórdica en realidad era de Saint Marteen, una isla del Caribe, así que ella era físicamente como una especie de holandesa, pero culturalmente una caribeña en toda regla. Plátanos, arroz, pescado, sus comidas favoritas y “nada de esa aburrida comida europea”. Además es, como yo, una fanática de la playa y enamorada del mar.
El camino de Cartagena a Barú no es nada lindo. Hay que dirigirse hacia el sur, atravesando una zona industrial de la ciudad, llena de galpones, tránsito pesado, amén de espacios grises y polvorientos. Además se atraviesa un canal de aguas contaminadas que se vierten en una de las tantas bahías de la zona.
En el mapa podrán ir revisando la ubicación de los lugares a los que fuimos.
Arena, sol y chilenas
En el camino conversé bastante con Betty (así se llamaba la nórdica) y entre tantas cosas me dejó una frase lapidaria y ciertísima: “Los nativos del Caribe estamos jodidos: no importa a donde estemos, cualquier playa nos parecerá menos hermosa que las nuestras”. Y claro, me pasa: después de conocer Mochima, Los Roques y La Tortuga… ¿una playa que se mida a las de Venezuela? Imposible. Sólo califican algunas de otros países del Caribe.
Pronto llegamos a un estacionamiento muy concurrido, correspondiente a Playa Blanca, donde Betty se quedaba. Algunos de los que veníamos en el bus seguimos aparte y pronto sentí cómo mis zapatos apisonaban material blando: arena. Me descalcé de inmediato y sentí nuevamente la conexión astral, atávica, con la naturaleza de la que soy parte. Estaba en casa.
Estas empresas de tours venden una variedad tremenda de paquetes que varían en cuanto a destino, número de atracciones que se visitan, si incluyen o no comidas; en fin… que de aquel autobús habíamos bajado 50 mortales que teníamos por lo menos 4 recorridos distintos. Pronto nos dividieron por grupos y sin mayor protocolo me montaron en un peñero de pesca al que habían acondicionado con un techo de lona.
El peñero funcionaba igual que el autobús: según cada paquete, te dejaban en un lugar distinto y te daban instrucciones con la hora de regreso y el nombre del lanchero que te iba a buscar luego. Todo esto con un nivel de informalidad que asusta. Supongo que para un europeo debe ser un deporte extremo.
Para mi grupo la jornada comenzó con una visita a cinco islotes privados, ubicados en la zona de las Islas del Rosario. Los lancheros, que no tienen mayor formación turística pero son baquianos, te van haciendo el cuento como buenamente pueden y resultó que de estos islotes uno le pertenece a Carlos Vives, otro a Shakira y así. Que se sepa que no les creí nada.
La avioneta de Barú
Muy cerca de los islotes nos zambullimos, con todo y máscaras de buceo, en un área muy cerca de la costa, pequeña y muy bien delimitada para que las lanchas no pasen por allí. En ese espacio, custodiado por el Ejército, se puede uno sumergir y apreciar una avioneta que de acuerdo al saber popular, formaba parte de las redes de narcotráfico de Pablo Escobar Gaviria y no logró llegar a tierra.
No dijeron en qué año cayó ni bajo qué circunstancias terminó esa avioneta hundida, así que lo busqué en la red, para conseguir que no es ni el único, ni el más importante artefacto volador que dejó perdido en el Caribe: Hay un famoso “avión de Pablo Escobar” que quedó varado en las Islas Bahamas. También hay otra avioneta “perdida” en Yucatán, México, pero esta cayó en tierra..
Tras un buen rato nadando y “revoloteando” alrededor de la avioneta, que está a unos 8 metros de profundidad, regresamos al peñero. La transparencia del agua es notable, porque a primera vista da la impresión de que la aeronave se encuentre a escasos 3 o 4 metros. El fuselaje y las alas lucen casi intactas aunque, como es natural, cubiertas por la fauna y flora marinas que van recuperando su espacio.
De vuelta en el peñero, nos trasladaron a unos hermosos arrecifes en los que la profundidad no alcanza los 3 metros en ningún punto. Esta zona es un paraíso para quienes amamos observar a los peces en su hábitat: pude deleitarme con la variedad y cantidad de peces que pululaban en la zona. Mención especial a los peces cirujano (Dory, de Buscando a Nemo, es un pez cirujano), los tremendos cardúmenes de pez ángel negro, así como los solitarios peces ballesta y peces perico, siempre mordisqueando el coral.
En la costa atlántica colombiana pasa lo mismo que en todo el Caribe y el Golfo de México: hay una impresionante lista de especies que pueblan los arrecifes de coral, casi todas amenazadas por la presencia del Pez León, un invasor procedente del Océano Índico que prospera a expensas de la fauna local. Hace 10 años tuve ocasión de constatar esto en La Tortuga, Venezuela.
El romance que murió en Barú
No les he contado que en mi grupo viajaban las chilenas, que en realidad eran cuatro. Las dos primeras iban acompañadas por otras dos, un poco mayores, que estaban sentadas más adelante en el autobús.
Durante la experiencia del esnórquel y el arrecife de coral, uno de los lancheros más jóvenes se ofreció solícitamente a “ayudar a nadar” a la menor de las chilenas, una muchacha preciosa, de unos 20 años. Pasó todo ese segmento del viaje echándole los perros a la chica, quien sonreía y respondía con coquetería a las atenciones, aunque evitando roces y tocamientos excesivos.
Tras ver los peces en el arrecife, nos trasladaron a otra playa en donde se quedó aproximadamente la mitad del grupo, mientras que nosotros seguimos a Playa Península. Allí pasamos el resto de la tarde y almorzamos pescado frito con tostones y ensalada, mi primer almuerzo típico del Caribe en un montón de tiempo.
Durante el almuerzo, la joven nos contó que el lanchero se había ido hecho una furia, porque le había propuesto que se quedase con él y ella se negó: El muchacho la había convidado nada más y nada menos que a pasar la noche juntos. ¡No lo culpo! Pero claramente, se precipitó.
El resto de la tarde lo pasamos sin contratiempos, disfrutando el agua, el paisaje, la conversación, las delicias que ofrece la gastronomía local, y el sol, hasta que llegó la hora de retirarnos.
¡Illumination!
Pasado largo rato del atardecer, con ese respeto que impone el mar nocturno, la playa era un desorden tremendo y había gente de 200 mil tours distintos mezclada en la orilla, todos bastante perdidos y preocupados por no saber quién lo venía a buscar, ni a qué hora. Finalmente y tras pasar un rato muy desagradable por la incertidumbre, otra embarcación (con otro lanchero, por supuesto) nos recogió, no sin antes haber pasado a buscar al resto del grupo.
Navegar de noche es una experiencia muy distinta a la diurna y, para quien no conoce el mar, muy angustiante. La razón para someter a los turistas a esta situación está más que justificada. Nos dirigimos a una de las ensenadas que abundan en este sistema de península e islas, en donde se da un fenómeno natural de una hermosura particular: bioluminiscencia.
Cuando llegamos con el peñero (en este viajábamos unas 20 personas) al centro de la ensenada, los muchachos de la embarcación nos dieron un montón de instrucciones porque la siguiente actividad consistía en echarse al agua de noche.
Salté al agua y entonces la magia: el plancton de esa zona es bioluminiscente y al movimiento de mis brazos, al paso del cuerpo, eran claramente visibles las trazas de luz, resultado de la excitación de estos microscópicos seres vivos. Apenas cuatro adultos y un par de niños nos atrevimos a entrar al mar, mientras que el resto se mantuvo “a salvo” en la barca.
Ante esta maravilla natural perdí la noción del tiempo. El guía nos permitió jugar a nuestras anchas durante un buen rato, mientras los prudentes ¡y secos! pasajeros de a bordo oscilaban entre el miedo a la oscuridad, el aburrimiento y el disfrute del espectáculo.
Esta era la última parte del paseo y tras otro tramo en lancha de regreso hasta Playa Blanca, salimos en otro autobús de regreso a Cartagena. Llegué al hotel pasadas las 10 de la noche, cansado, todavía mojado y con los zapatos hechos un desastre, pero feliz.
Le agradezco a Richi Ramos por la recomendación y los espero en la siguiente crónica…
Un Comentario
Cira A
Que buena crónica Eduardo. Gracias por compartir tu experiencia en Baru, y las Islas del Rosario