Crónicas colombovenezolanas: Reencuentro cósmico
Tras el primer reencuentro con mi clima, con el sol del trópico y con mi acento (el de los cartageneros, que es casi el mismo que el mío), vendrían muchos otros. Ahora es el turno de algunos troperos y del mar Caribe.
Eduardo Parra Istúriz
El objetivo central de este viaje era asistir al XXVI Encuentro Internacional de la Tropa Cósmica, Colombia 2024, que oficialmente no comenzaría hasta el día 24 de agosto, día de registro e inscripciones, pero yo llegué el 22, así que tenía algo de tiempo para moverme por fuera de las actividades troperas.
Llegué al hotel San Felicín un poco antes de las 5 de la tarde, hora local, y apenas había tenido tiempo de cambiar 50 dólares (a 3.400 pesos por dólar, pésima tasa). El taxista que había tomado en el aeropuerto no tenía idea de qué hotel era ese y tuve que guiarlo yo, tecnología mediante.
Emplazado en un edificio completamente azul, de tres pisos y con una linda terraza que mira hacia el Castillo de San Felipe, el San Felicín es un hotel muy agradable, sin lujos pero cómodo y económico, con una estupenda atención que luego merecería mi felicitación, y luego les explico por qué. Dato importante para los aventureros: no se permiten visitas en las habitaciones (yo no pregunté ni nada; a mí me contaron).
Un asunto que había que resolver era la conectividad del celular en Colombia, así que tras una reconfortante y necesaria ducha me dirigí, con la última hora de luz solar, a un centro comercial a escasa cuadra y media del alojamiento. Las calles, con aceras estrechísimas y de cemento, apenas capaces de ofrecer una mínima distancia del río vehicular que corría a mi lado, me recordaron las de Higuerote, en el estado Miranda, en Venezuela.
¿Estaba en casa? La sensación era de haber recorrido muchas veces esas calles; reconocí en la mirada de los vecinos la de mis paisanos; reconocí rostros que nunca había visto, porque estaban en mi memoria desde mucho antes de cruzarme con ellos… tal vez estaba en casa.
En el centro comercial cambié 100 dólares más (a 3.800) y con el equivalente a 5 dólares compré una línea y suficientes gigas para dos semanas. Conservo el chip, por si acaso.
El reencuentro con el caribe africano
¡Ahora con datos, era indetenible! Contacté con el grupo de whatsapp de los troperos en Colombia y, siguiendo indicaciones, me acerqué, ya de noche, a la Plaza de Bolívar de Cartagena. Al principio no los encontré, pero en plena búsqueda unos tambores muy similares a los de la costa venezolana me llamaron… ahí estaba África; allí tenía que haber baile.
El ritmo provenía de una amplia plaza que está en diagonal a la de Bolívar y que domina el lateral de la Catedral de Santa Catalina de Alejandría; se trata de la Plaza de la Proclamación, lugar en donde se manifestó a viva voz el apoyo al Acta de Independencia el 11 de noviembre de 1811. Al otro lado se encuentra el edificio de la Gobernación de la Provincia de Cartagena, que me recordó el paseo cubierto de los edificios de El Silencio, en Caracas. ¿Estaba en casa?
Se trataba de un grupo de bailarines y músicos que interpretaban el mapalé, una expresión propia de la costa del Caribe colombiano que destaca por el uso de fuerte percusión: una batería de tres tambores (el tres es una constante en los tambores africanos) que tal como el culo e puya venezolano, construyen en conjunto rítmicas muy complejas.
El baile, por su parte, cuenta con elementos exquisitamente eróticos, como corresponde a las bellezas de ébano que abundan en nuestras costas, pero también incluye una suerte de temblor que se aleja mucho de la sensualidad anterior y que imita la agonía de los peces cuando son capturados en las jornadas de pesquería.
Me dejé seducir por el encanto del mapalé un buen rato, hasta que me llegó un mensaje diciendo que se encontraban por la Torre del Reloj, que es un punto de referencia muy importante en la Ciudad Amurallada de Cartagena.
La Ciudad Amurallada
¡Carajo! Les he contado el viaje sin comentarles nada acerca del destino. Cartagena es una de las tres ciudades más importantes de la costa del Caribe en Colombia. Las otras dos son Barranquilla, de marcado carácter industrial y portuario por encontrarse en la desembocadura del mayor río del país, el Magdalena; y Santa Marta, conocida sobre todo por ser el lugar en donde Simón Bolívar respiró por última vez.
En tiempos de la colonia era necesario custodiar las ciudades frente al asedio de piratas y filibusteros, razón por la cual se construían fuertes y castillos sobre un lugar privilegiado de la costa. Las autoridades de Cartagena decantaron por un método más radical: rodear toda la ciudad con una muralla, método de alta eficiencia y que sólo falló en Jericó… y en Troya.
En la mayor parte de su recorrido, la muralla luce amarillenta, debido a los materiales que se usaron para su construcción, pero también se ha ennegrecido por el hollín de los motores, y en algunas ocasiones ha debido ser restaurada parcialmente. Cuando se construyó, con miras a aislar la ciudad de cualquier ataque, la muralla tenía un único acceso, tal como cualquier ciudad medieval, pero ahora tiene varias entradas que facilitan el tránsito y sobre todo el transporte de mercancías en vehículos de poca altura.
La Torre del Reloj que les mencioné anteriormente se ubica exactamente sobre aquella entrada única que existía al principio, y es una de las más cercanas al mar aunque, obviamente, toda la ciudad es cercana al mar. La Cartagena moderna es muchísimo más amplia que la ciudad amurallada y ese espacio interno ha quedado como un maravilloso núcleo que mezcla historia y turismo con una energía trepidante.
Por fin, troperos
Seguí mi camino hacia la Torre del Reloj y me encontré con dos troperos históricos; o mejor dicho, uno histórico y el otro geográfico, por trotamundos. Se trataba de Marcelo Vega, boliviano residente en Suiza, y Ricardo “Richi” Ramos, guatemalteco que ha pasado por casi todos los países del continente.
Los tres “salimos” a cenar.
¡Salimos de la muralla y compramos comida de unos vendedores ambulantes que estaban ahí en frente! ¡Ojo! Serían las 11 de la noche pero esa ciudad vive sin dormir y a esa hora hay gente buscando hacer estómago para poder seguir maltratando al hígado.
Tras la suculenta cena callejera nos fuimos a buscar, y encontramos buena música en vivo, que provenía de un restaurant cercano a la Plaza de la Proclamación: Monte Sacro. Se trata de un local que estaba muy por encima de nuestro presupuesto normal, pero como era el primer día (para mí, porque ellos habían llegado antes), decidimos seguir hacia el balcón donde estaban los músicos, y allí nos sentamos, cual fans, en una de las mesas más cercanas para disfrutar sones, boleros y alguna balada romántica.
Tres mojitos más tarde (uno por cabeza, porque costaban más que las recién ingeridas cenas), los músicos habían terminado su set y nosotros partimos antes de que se nos antojase otra bebida. Fue entonces que Richi se destacó en una de las cosas que mejor sabe hacer: nos hizo de guía por casi todo el perímetro amurallado, así que le dimos la vuelta entera al centro histórico de Cartagena.
Antes de despedirnos, tal vez ya a las 2 o 3 de la mañana, me dio el número de una muchacha que trabaja con turismo local, y me recomendó mucho contactarla para hacer un recorrido por las playas e islas de Barú, una península paradisíaca al lado de la ciudad. Así lo hice, le escribí a las 7 de la mañana del día siguiente, y a las 8:30 ya estaba yo en camino a la playa…