Crónicas colombovenezolanas – Santa Marta desde una terraza
Llegamos a Santa Marta entrada la tarde y la gente estaba bastante cansada, pero por supuesto, los troperos somos incombustibles así que estaba implícito que nos íbamos a ver más tarde para la descarga musical. Pero antes… había que encontrar mi maleta.
Eduardo Parra Istúriz
A salida de Barranquilla pasamos por un puente colgante que me recordó el segundo puente sobre el Orinoco. Poco después nos adentramos de nuevo en un paisaje de cienagas y atravesamos un pueblo pequeño llamado precisamente, Ciénaga, cuna del “Jilguero”, Guillermo Buitrago, uno de los pioneros de la música vallenata.
Al caer la tarde, los autobuses que nos trasladaban entraron a Santa Marta por la Avenida del Ferrocarril hasta llegar a un pequeño estacionamiento público frente al mar, al lado de la Sociedad Portuaria de esa ciudad donde, recordemos, dejó su último aliento el Libertador.
Empezamos todos a bajar las maletas de los vehículos y a amontonarlas independientemente de a quién pertenecieran, porque, al fin y al cabo, nadie se iba a llevar algo que no fuera suyo ¿o sí?…
Poco a poco los montones se iban vaciando. Pero una de mis maletas, la más pequeña, no aparecía. Claramente alguien más la tenía ¿pero quién? En mi cabeza fatalista (y tras la experiencia de hacía unos días en el avión) las preguntas se acumulaban: “¿La habían montado en el autobús? ¿Se la habrá llevado alguien que no es tropero? ¿Qué objeto valioso tenía allí adentro?”… Como en la película de Disney, Angustia intentaba tomar el control del sistema.
Cuando se agotaron los montones de maletas en el estacionamiento, quedó una maleta abandonada, del mismo tamaño que la mía. Listo, me volvió el alma al cuerpo, sin duda el dueño de aquella valija era quien se había llevado la que me faltaba. Simplemente esperamos al ladronzuelo, y resultó ser un entrañable abuelo, padre de uno de los troperos colombianos, que se había confundido. Vainas de la edad y de la vista.
La terraza del 1525
La gran mayoría de los troperos se alojó en el hotel 1525, en la calle 11 de Santa Marta, mientras que otros estábamos regados por diversos hoteles. Este servidor estaba a una cuadra del 1525, en el Hotel Carolina del Mar, en una habitación realmente minúscula en la que a duras penas cabía la cama sencilla, una pequeña nevera y mis maletas. Por el tamaño podía ser uno de esos depósitos de 3×2 en los que se guardan cosas. También tenía un pequeño baño con su ducha y a fina de cuentas no me importaba el tamaño, porque yo no tenía pensado pasar mucho tiempo ahí adentro, al menos no despierto.
Me acomodé como pude allí, ya con mi maleta recuperada, me duché y descansé un rato. La convocatoria era para la noche en la terraza del 1525.
Y es que los pobres operadores del hotel no sabían en qué se habían metido. A partir de esa noche, cada noche en ese hotel sería hasta el amanecer y reinaría la consigna “a dormir a su país”. ¡Claro!, de los 160 troperos, como 130 éramos extranjeros, así que el que vaya a un encuentro a dormir, ya sabe lo que tiene que hacer.
Allí se formó una linda descarga con maravillosos músicos y el mejor auditorio que pudiéramos tener: la tropa enamorada de la música que íbamos haciendo. Las canciones iban y venían; en su mayor parte canciones de Silvio, de Serrat, Sabina, Pablito, Vicente y Santiago Feliú, Aute… en fin, por los diapasones de las guitarras se iban turnando nuestras manos y los autores. Un rebelde que escribe ahora, más de un año después. había llevado su cuatro y así la trova se mezcló con pasaje, joropo y merengue venezolanos.
Arepuelas…
Amanecimos, claro que amanecimos. No supe de dónde salía, en número indeterminado, la provisión cervezas, guaro colombiano (aguardiente de caña y anís), whisky y demás delicias etílicas. Me enteré en la siguiente ronda, cuando hubo que hacer la vaca. No hubo nadie que no cantara, nadie que no se enamorase de la luna de Santa Marta, nadie que callase alguna canción que se supiera… ¿desafinados? ¡Claro! Pero ¿Qué importa?

En la medida en que se iban cansando, los troperos se retiraban del lugar. Yo estaba absolutamente encantado, saturado de tropa, de afectos, de Caribe, de sentirme en casa, así que sufrí cualquier cosa menos sueño o cansancio. Se suponía que debía despedirme del lugar para alistarme a lo que venía al día siguiente, una jornada realmente importante. Ya era lunes pero ¿a quién le importaba?
Allí me quedé conversando y cuando vimos la hora, amanecía. Subió el personal que se encarga de la cocina y la atención en la terraza, donde, al igual que en San Felicín, se suele ofrecer el desayuno. Y entonces ocurrió otra cosa maravillosa. Aquellas mujeres estaban preparando unas arepas que yo no comía desde hacía no sé cuántos años y que en Caracas llamamos arepitas de anís, o arepas dulces; en Colombia las llaman arepuelas y ¡Dios, qué delicia!. Me las comí en la mejor compañía.
Gracias a la vida, que me ha dado tanto. Nos vemos prontito porque el día siguiente sería muy, muy intenso.
Mostrando mis rayas
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Un Comentario
Jorge
Jajaja.
Bien protegida la.identidad 😀