Crónicas colombovenezolanas: los zapatos y la amargura
Tras la aventura playera del día anterior, había que ponerse en orden con el objetivo de la primera parte del viaje: el encuentro tropero. Y había que comprar zapatos.
Eduardo Parra Istúriz
Tenía, aparte de los zapatos parcialmente destruidos el día anterior, un par de sandalias playeras que debí haber usado en Barú pero preferí dejar para… ¡no sé para cuándo! De todos modos, desde un principio había planificado comprar ropa en este viaje, porque la industria textil y del calzado de Colombia es excelente y los precios muy inferiores a los de Argentina.
Así que una de las primeras cosas que hice a la mañana siguiente fue comprar zapatos nuevos. No obstante, antes de ello me dirigí a desayunar en la terraza del hotel, desde donde descubrí una hermosa vista del Castillo de San Felipe, coronado por la hermosa bandera cuadrada que identifica a Cartagena y que se conoce como Cuadrilonga.
Allí me encontré con varios troperos que, al igual que yo, se alojaban en el San Felicín: unas mexicanas divinas y una pareja dominicana. Con el personal del hotel se entabló rápidamente una de esas conversaciones acerca de los elementos en común de nuestras respectivas gastronomías; obviamente, un servidor comió tostones (plátanos pisados y fritos) con perico (huevos revueltos con daditos de tomate), que allá se llama igual que en Venezuela.
Resuelta la cuestión energética (léase desayuno) era el momento de comprar ropa. Me dirigí al mismo centro comercial en el que había resuelto algunas cosas anteriormente y salí con zapatos nuevos y también un práctico bolso negro. Las dos cosas me resultaron más baratas, juntas, que el par de zapatos en Argentina.
Ahora venía el encuentro real: nos debíamos reunir más tarde en el restaurant San Valentín, en donde se efectuaría la inscripción.
La inscripción
Todo encuentro tropero se inicia formalmente con la inscripción de los participantes, evento que suele realizarse en una localidad especialmente seleccionada y en donde se produce un encuentro inicial de los asistentes de ese año. Esta vez la lista alcanzó los 160 troperos así que el esfuerzo organizativo era enorme.
La tropa anfitriona, Colombia, eligió el restaurant San Valentín, un lugar hermoso y amplio que cuenta con dos niveles y una decoración maravillosa. De los precios no supe mucho porque el almuerzo y las bebidas no alcohólicas estaban incluidas, al igual que el resto de las actividades programadas para esa semana, en el precio de la inscripción.
Ocupábamos un enorme salón en el segundo piso, y allí recibimos de parte de la tropa colombiana una guirnalda con los colores de la bandera colombiana (que también es la mía) y el “Kit tropero”: una sombrilla (amarilla, azul o roja, según la suerte), un abanico, una pequeña toalla, un cooler y una credencial con el nombre del tropero.
El simple acto de hacer la entrega de estos kits fue todo un reto: el salón era un lugar en el que se estaban dando múltiples reencuentros, en algunos casos (como el mío) con personas que tenían más de 10 años sin coincidir en tiempo y espacio con otros. Bastará decir que pasaron 12 años desde mi último encuentro internacional, pero hubo troperos que no había visto personalmente en 18 años. Multiplique esta situación por 160 y ahora intente poner algo de orden en ese mar de risas, abrazos y lágrimas de emoción, que se aderezan con vino, ron y cervezas. Nada, imposible.
De alguna manera la tropa colombiana consiguió su objetivo y también que el gentío disfrutase un almuerzo bien caribeño. Allí algunos de nosotros, acostumbrados a la mezcla de arroz con caraotas negras o rojas (caraota: poroto, habichuela, frijol, judía), descubrimos que en esta zona del mundo el arroz se combina con uvas pasas. Interesante y sabrosa mezcla que aporta dulce al plato.
La primera foto oficial
Tras la prolongada sobremesa y el desalojo del restaurant, la siguiente actividad era la foto oficial de este encuentro. Cada año se escoge una localidad para hacer una foto en la que se intenta que estén todos los troperos y se reconoce como la foto oficial; claro que, como el fotógrafo no puede aparecer, se suele hacer más de una, con diversas cámaras. Esta vez había no sólo una localidad para foto oficial, sino varias.
El lugar elegido para esta primera foto oficial fue el Baluarte de San Ignacio de Loyola, en un extremo de la zona amurallada de Cartagena. Allí nos reunimos casi todos a las 5 de la tarde para aprovechar la luz maravillosa que a esa hora ofrecen los escenarios costeros.
Ponte aquí, digan whisky, espérate que ahí voy… el desorden y la alegría no cesaban. La joda, ¡cuidado que te caes! ¡Epa, suelta la cerveza! Al final hicimos 70 mil fotos oficiales y de ahí la mayor parte nos trasladamos a un paseo muy particular.
La Calle de la Amargura
En varias ciudades turísticas hemos visto una práctica que desapareció en Caracas con el retiro de Isidoro Cabrera, el último cochero de Caracas, quien ofreció sus paseos hasta 1962. Quien suscribe subió por primera vez a un coche tirado por caballos en Mérida, en 1992, como parte de un paseo llamado La Venezuela de Antier, que recrea las condiciones del país en tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez.
La cosa es que en Cartagena existe también este servicio, en el que los cocheros, amables jóvenes locales, con un acento y energía similares a los lancheros, efectúan un circuito que pasa por algunas de las calles más emblemáticas de la ciudad amurallada, incluyendo la famosa Calle de la Amargura. Para tomar este paseo nos reunimos en la Plaza de la Aduana.
El paseo fue controvertido porque algunos troperos señalaron (con razón) que constituía un maltrato a los caballos y se negaron a participar de esta actividad. Vale la pena comentarles que ya el Gobierno colombiano ha puesto cartas en el asunto y los coches de tracción animal deberían desaparecer en octubre de este año. Hay una tremenda discusión en torno al tema dado que esta actividad fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco. Si quieres saber más, te dejo este ENLACE.
Yo estuve entre los que sí hicimos el paseo. El traqueteo del coche y el repique de los cascos de los caballos sobre las calles empedradas hacían inútil cualquier intento de conversación; no obstante, los cocheros explicaban a los gritos los nombres de las calles y algunas cosas que ocurrieron en ellas. No recuerdo nada de lo que dijeron porque, la verdad, no les entendía y rápidamente perdí interés en tratar de descifrarlos en medio del ruido.
Demasiado dolor
La Calle de la Amargura merecería un capítulo aparte, pero bastará con decir que era la última calle por la que pasaban los negros esclavizados antes de ser exhibidos y vendidos en la plaza central, que fungía de mercado en esos años.
Los negros que escribieron con su sangre la historia de Cartagena y de los palenques que le rodean, eran simples mercancías; ganado disponible al mejor postor. En algunos casos mano de obra fuerte y barata; en otros casos además carne firme y vientres forzados a saciar los más abyectos deseos… vientres que, generaciones de por medio, se siguen comerciando en las mismas calles de la ciudad, merced a la vibrante vida nocturna y turística que la sostiene.
Así como el mapalé me había contagiado su alegría nocturna horas antes, ahora me encontraba en la cara sombría de la historia de nuestros ancestros: una historia que encuentro una y otra vez en los lugares del Caribe a los que me asomo.
Aún faltaba la descarga tropera pero esa la voy a compartir más adelante, que esto ya está muy largo.